sábado, 31 de marzo de 2007

mi ciudad mantel

mi ciudad mantel

empilcha sus piernas de azotea

con unas delicadas redes de asfalto.

el adoquín sale a respirar

y recuerda sueños de buques cargueros

vendiendo con su vaivén liberal

el deseo de una clase: ser nación.

granos de ida y piedras de vuelta,

dulce grano que devoran las palomas

hasta reventar bajo la rueda.

y si los gusanos, mi amor, te dan asco

no te olvides nunca que vos también

vas a ser el caldo de ese puchero.

las vías del trolebús, inútiles,

afirman su casto amor paralelo

como los amantes al suspirar

encandilados los ojos por la luna

borrachos de caricias y de besos

se promenten un siempre que no existe

porque siempre hay un tres en el amor

y si esta noche, travestis exiliadas

en el rosedal se corrœn la tanga

para tirarte mejor sus besos negros

vos, mi amor, ¿dirías que sí o que no

a esas afroditas que salen del lago

con el himen renovado y la son

risa de gardel?




sábado, 3 de marzo de 2007

Sobre el uso de la metáfora en las instrucciones de material odontológico descartable


Recostado sobre la camilla de mi dentista, la boca abierta al máximo, conversaba con ella, mi dentista, sobre las distintas propiedades de los metales utilizados para fines ortodónticos –ella elogiaba el oro, el metal perfecto, decía, eterno, de una dureza igual al diente. Recuerdo que en ese momento me llamó la atención que no dijese piezas dentales: en realidad, mi dentista es de lo más peculiar. Número uno: no usa guantes, lo que la obliga a untarse las manos con dosis pyme de crema humectante que un dispenser de tamaño alarmante eyacula con frecuencia semental. Segundo: mi dentista es pediátrica: no tiene reparos en demorarse en las más imaginarias explicaciones sobre el proceso ortodóntico, y creo que yo, por mi parte, más de una vez he sido tomado por el discurso infantil al preguntar urgentes tonterías y mirarlo todo con curiosidad voraz. Tercero: escucha música clásica y romántica en el consultorio a volúmenes que cabría esperar de la escuela de recepción punk, lo que impone un simpático juego ritual donde yo arriesgo un autor y ella sanciona mi respuesta –para orgullo de mi madre, más de una vez correcta. En este último tiempo he estado confundiendo a Chopin con Beethoven, esos edulcoradamente empalagosos acordes que, en hábil maniobra comercial, ella, mi dentista, nos convida para que proliferen caries y periodontitis auditivas por doquier.

Sucedió entonces que tras esa charla donde yo participaba a los tumbos, temeroso de un dolor que no llegaba, una expectativa ya familiar, me recomendó una marca de cepillos y partí raudo a la farmacia. Una vez allí, no tardé en ubicar los cepillos en cuestión obscenamente ofrecidos en punta de góndola como un libro premiado, y me dispuse a leer las instrucciones en el dorso del packaging. Me demoré unos instantes en el hermoso logo de la marca: unos ligeros pétalos superpuestos que un pasaje por el diseño gráfico (oh divergente curricullum vitae) me permitieron admirar con un mínimo rigor profesional. Fue así como leí lo siguiente: «Coloque el cepillo Bucal 311 a 45° del diente a la altura de la encía. Presione suavemente y con movimientos anteposteriores suaves, (como si las cerdas bailaran el hula-hula) cepille las superficies internas y externas de todos los dientes.»

En el horizonte del discurso científico, en los textos de divulgación comercial, jamás se vio comparación más osada, confusa y elocuente. Celebrémosla como una nueva conquista de la poesía. ¡Enhorabuena, poetas!