lunes, 23 de octubre de 2006

Sobre el bigote amateur



A Nico Lantos, bigotista


Quien ha tomado la decisión de dejarse crecer el bigote obtiene una propiedad singular, una verdadera mascota que, entre su nariz y su boca, será nuevo el protagonista a la hora del espejo. El principiante no tarda en notar las novedades en su percepción del ambiente: se iluminan en la calle, en el ascensor, en las tapas de revistas esos pequeños arbustos podados que ostentan, orgullosos de su arte, los otros bigotudos. ¡Qué envidia siento!, piensa el amateur si es ducho en reconocer sus propias emociones, y se pregunta ¿qué he de hacer para lograr esa frondosidad, ese fileteo tan art-nouveau, aquel triángulo tan isósceles? Porque es así, el fileteo es un art-nouveau litoral: las curvas, las formas vegetales, los pajaritos, ¡nada falta en él! Esa curiosidad voraz que sujeta al amateur lo incita a abandonar su ingenuo amor por lo natural, estoy dispuesto, piensa, a usar talco, fijador, tijeras, haré lo que sea. Su investigación exige, ante todo, desfachatez. Animado, interroga a los paseantes, en quienes cree ver sabios camaradas. Recaba información, la coteja, almacena y desecha para, al fin, dejarse caer extenuado sobre la cama, y recién entonces, con los brazos cruzados bajo su cabeza, ver con una sonrisa las puntas que asoman, incipientes. Ha conjeturado la verdad última: ¡paciencia, que ya crecerá!

domingo, 1 de octubre de 2006

Primer capítulo de una nouvelle que ya está en la correción final

Las góndolas pasan junto a mí pero no estoy en Venecia, no tengo tanta suerte y a juzgar por los últimos hechos algún dios griego debe estar riéndose de mi infortunio entre vinos, olivas y vírgenes mientras yo, agachado sobre los estantes más bajos de una de las góndolas del supermercado donde trabajo, muy lejos de Venecia, desespero. Ningún frasco parece tener ninguna clase de premio, pero insisto y una vez más sostengo el envase de aceitunas placer de aquél, culpable de mis desgracias, miro a través del vidrio y el aceite para descubrir otra vez que los cien mil dólares serán de algún desconocido que, desde luego, los merecerá más que yo. Joven, dice una voz, pero la ignoro y elevo el último recipiente de vidrio en un último y desesperado intento. Joven, repite pero no la escucho, sólo puedo pensar en cómo será mi nueva vida, me imagino entre vinos, olivas y vírgenes célebre y glorioso al ver, uno a uno, los ceros impresos en la tapa que me hará acreedor a una pequeña fortuna. Gracias, dice una vieja y toma el frasco de aceitunas, le pedía eso pero Usted no me respondía. Desde aquí oigo tu risa, Dionisio. La vieja resulta tener más fuerza de la imaginada. Deje de gritar y agarre otro frasco que éste es mío. Sin soltar mi pasaje a la inmortalidad capitalista, ella esgrime su paraguas. Cual campana de boxeo, el sonido de mi pager detiene la pelea. Nos alejamos, cada uno a su rincón, cuando en el visor leo: La tía Pocha se murió, seguido de la dirección de la casa velatoria. La vieja arremete contra mi estómago con una estocada certera y caigo sobre el frío piso del supermercado que se estira ante mí mientras, con expresiones irreproducibles, dos guardias de seguridad me arrastran fuera del establecimiento.

Sentado en la vereda.

Venecia se aleja cada vez más.